La noche en la que encontró agua empozada bajo el cerco de nailon que acababa de instalar en el perímetro de su propiedad, en el distrito de Ancón, a 40 kilómetros de Lima, Perú, Abel Cruz Gutiérrez supo que estaba ante una revelación. Este hombre que hoy tiene 56 años, calvicie incipiente y dejo indescifrable acababa de descubrir una tecnología sencilla pero poderosa para capturar el agua de las densas nubes que durante el alba se acumulan en las colinas áridas del desierto costero limeño.
Un atrapanieblas captura entre 200 y 400 litros de agua al día.
Aquella noche, Abel se acordó de su infancia en un caserío diminuto en la ceja de selva de Cusco, cuando debía cargar cada día grandes baldes de agua de un riachuelo y llevarlos 600 metros arriba, hasta su casa, enclavada en lo alto de una pequeña montaña. “Desde niño, y a la fuerza, aprendí el valor del agua para una familia sin conexiones domésticas. Por eso, cuando descubrí las gotas de agua que había capturado la malla rachel, supe que había encontrado una forma de robarle agua al cielo”, explica Cruz desde la casa de sus suegros, en pleno monte, a donde se llega tras un serpentinesco e interminable viaje desde la ciudad del Cusco.
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