El otoño, que acabamos de estrenar, es la estación de los sentidos. Existen pocos espectáculos visuales como el que nos brinda un paseo por una chopera o un hayedo en otoño. Especialmente en esos días en los que el viento sopla suavemente y la caída de las hojas de los árboles dan lugar a esa lluvia amarilla, ese delicado instante al que el gran Julio Llamazares dedicó una de sus mejores y más íntimas novelas, titulada precisamente así: la lluvia amarilla.
También han empezado los conciertos de temporada, una de las más emotivas de todo el año. Acaba de llegar uno de los barítonos del bosque, el petirrojo, cuyo melodioso canto nos va a acompañar durante todos estos meses en nuestras excursiones y caminatas por el parque.
El olor de la tierra mojada es uno de los aromas más agradables de la naturaleza.
Pero si por algo resulta evocador el otoño es, más allá de colores y sonidos, por su perfume: ese olor tan inconfundible y sugestivo que lo convierte en un estimulador de los recuerdos. Siempre me he preguntado por qué ejercen un papel tan evocador los olores del campo, qué es lo que hace que al percibir un aroma que destaca en el ambiente tardemos tan poco tiempo en asociarlo a un determinado recuerdo.
La respuesta científica está en que el olfato es el más sensible de nuestros sentidos: miles de veces más perceptivo que la vista o el oído, archivándose en lo más profundo de nuestra memoria. Por eso muchos recordamos incluso mejor un olor que una cara, porque los olores pasan de la nariz al bulbo olfatorio, incorporándose directamente al sistema límbico de nuestro cerebro, sin tener que recurrir a ningún otro mensajero en forma de neurotransmisor.
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