Juan Enrique Gómez
Es el momento de poner los pies en la tierra, de bajar del carro de la fantasía para hacer frente a la realidad que nos llama por nuestro nombre. En solo unos meses hemos descubierto que el relato sobre la gran potencia de España en la generación de energías no contaminantes, limpias y ecológicas no es más que una verdad a medias, una ensoñación con la que tranquilizar nuestra conciencia colectiva y felicitarnos por nuestra comunión directa con la naturaleza, pero sobre todo hemos constatado que una parte muy significativa de la energía que consumimos, la mitad, procede de quemar gas, algo de carbón, y de las cinco centrales nucleares que nos quedan en funcionamiento.
Los datos de Red Eléctrica Española, primer semestre de 2021, hablan por sí mismos: las renovables suponen un 51,4% de la energía generada en España, frente a un 48,6% de no renovables. En cuanto a las renovables, la eólica se lleva la palma, con un 24,7%, la solar un 9,4%, la hidráulica un 12,2% y otras energías limpias un 1,8%. La nuclear, la gran denostada, supone el 20,9% de la producción, mientras que las energías que necesitan el uso de combustibles fósiles, entre ellas las de ciclo combinado y cogeneración, que utilizan gas, carbón u otros combustibles, suponen el 28%, aproximadamente, de la producción que necesitamos. Estos datos indican que casi la mitad de la energía creada llega desde fuentes no renovables (incluida la nuclear aunque se considera energía verde al no emitir CO2) y que, en un 25% aproximadamente, dependemos directamente del gas, es decir de agentes externos, a pesar de que nuestro territorio es el paraíso del sol y el viento.
En España, aunque sabíamos que el gas nos llegaba de Argelia, no hemos querido ser demasiado conscientes de que esa dependencia con el norte de África nos hacía extremadamente débiles ante cualquier contingencia geopolítica y que las crisis diplomáticas caprichosas -como el giro de criterios del gobierno español con respecto al Sáhara, unido al cierre del gaseoducto marroquí- nos obligaría a traer el gas en barcos a precios desorbitados,;sin contar con el efecto de la invasión rusa en Ucrania y la disminución drástica del suministro gasístico hacia Europa, que en realidad no nos afecta de forma directa… por ahora.
La situación es realmente grave y necesita soluciones no solo a corto plazo. Es el momento de replantearse un cambio importante en el concepto de idoneidad en el desarrollo energético y dejar para mejores tiempos algunas políticas y actitudes de proteccionismo radical que hacen casi imposible el crecimiento de nuestros parques de energías renovables. Estamos en los albores de una nueva era en la que deberíamos dar su verdadero valor a la idea de sostenibilidad, que no es más que buscar el equilibrio entre el desarrollo y la protección de nuestro entorno. Una actuación sostenible no es aquella que niega por sistema cualquier impacto en la naturaleza, sino la que en espacios no protegidos, donde la legislación lo permite, busca un equilibrio entre las necesidades humanas y nuestro entorno natural, evalúa el daño y establece los medios para resarcirlo.
Durante años, la instalación de parques eólicos en determinados territorios se ha hecho en base a los intereses concretos de un municipio o unos propietarios que, gracias al alquiler de sus tierras para ubicar los aerogeneradores, ingresan lo suficiente para no tener que poner sus tierras en explotación agrícola, lo que ha hecho desparecer miles de hectáreas de zonas esteparias con cultivos de cereal y, con ello, una gran cantidad de especies de fauna asociada que ha tenido que buscar otros territorios, o simplemente desaparecer, además de mermar la producción agrícola y hacernos más dependientes del exterior.
En el pasado y durante un tiempo, no hubo un control real de la instalación de los molinillos y se crearon verdaderos ‘bosques eólicos’ anárquicos e insostenibles. Desde hace unos años la política ha sido la contraria y ahora es casi imposible crear nuevos parques en aras a un ecologismo radical que no quiere ver la necesidad real de las sociedades del siglo XXI. Sin entender, por ejemplo, que es perfectamente posible mantener los cultivos bajo las torres eólicas y, en cuanto a la protección de aves, situarlas en puntos donde no supongan un problema grave para la subsistencia de la avifauna; aunque está científica y prácticamente demostrado que, en poco tiempo y gracias a la existencia de los llamados “campos mórficos”, las aves cambian y modifican los trazados de sus autovías aéreas en base a la instalación o no de esos parques.
La ciencia, por su parte, tiene que tomar cartas en el asunto y apostar por la investigación para reducir carencias tan importantes como el almacenamiento de la electricidad conseguida mediante generación eólica y solar, de manera que podamos usarla en días sin sol ni viento
La realidad es que necesitamos hacer crecer la generación energética renovable de tal forma que cubra la totalidad de nuestras necesidades, porque no podemos olvidar que la energía es imprescindible para el desarrollo de la humanidad.
Necesitamos que el 48% de electricidad generada todavía en procesos contaminantes, cambie su origen y se sume hasta conseguir el cien por cien de energías limpias e inagotables.
Por ello, las administraciones deben implicarse de forma decidida en el incremento de infraestructuras para aumentar la energía procedente del sol, las olas, el viento y el agua, que es función de las renovables. España tiene que ser autosuficiente, pues dispone de recursos naturales sobrados para logarlo.
Tras lo expuesto, una pregunta parece flotar en el ambiente: ¿qué hacer con las nucleares? ¿desmantelamos las cinco centrales que aún quedan en España…, o las mantenemos, como sugiere ahora Europa?
Un tema interesante que abordaré en un próximo artículo
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