Amani Abu Sehli creció en un pequeño pueblo de la gobernación de Quena, en el Alto Egipto, donde las tradiciones centenarias están muy arraigadas y los lazos familiares son algo por lo que merece la pena morir. Por eso estaba acostumbrada a los frecuentes asesinatos por venganza que se producían. Pero en 2014, su propia familia acabó en el centro de uno de estos casos. El hijo de Amani, de 16 años, recibió un disparo cuando se dirigía a la escuela. Murió en el acto. Este asesinato desencadenó una enemistad mortal entre su familia, conocida como Sahalwa, y otra llamada Makhalfa.
Cientos de personas mueren al año en el sur del país en revanchas entre familias.
“Desde entonces y durante cinco años, fui testigo de una sangrienta disputa por el asesinato de mi hijo. Al menos 16 miembros de ambas familias fueron asesinados en ese tiempo”, declaraba a EL PAÍS Abu Sehli, apesadumbrada, a mediados de julio. “Esta enemistad se prolongó durante años y pasó factura a la seguridad del pueblo. Nadie se sentía a salvo”.
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