Apenas dos veces por año se humedece el cauce del río Draa, en el sur de Marruecos, que serpentea desde las altas cumbres de la cordillera del Atlas hasta el océano Atlántico. Sin embargo, allí donde empieza el desierto, su inestable caudal alimenta las raíces de los árboles a su vera, nutre las capas freáticas del suelo de los palmerales que cimentan los oasis y rellena algunos pequeños embalses de riego. Pero, además, también tiene que colmar la sed de los establecimientos turísticos que hacen soñar a los viajeros del Sáhara, incluso en tiempos de sequía.
Los músicos de la región cruzan fronteras estilísticas y geográficas en un oasis al sur de Marruecos para honrar el modo de vida de la gente del desierto.
El Draa nombra el sistema fluvial más largo de Marruecos, con 1.100 kilómetros de longitud, y también designa el territorio de un patrimonio cultural ineludible, en el que confluyen los hábitos de los caravaneros nómadas y las costumbres de los pueblos árabes y amazighs que han construido sus casas junto a las puertas del norte del Sáhara. Allí, en los últimos terrenos antes de que las dunas se vuelvan olas de un mar de arena interminable, en la localidad de M’hamid El Ghizlane, se reúnen cada año músicos y camelleros con vecinos, mercaderes de zocos itinerantes y turistas para celebrar las culturas del desierto, y aprender a cuidarlo como espacio singular de biodiversidad.