Juan Enrique Gómez. Periodista, director de Waste Magazine
La gran reserva verde del sur de Europa, refugio de decenas de especies, sufre su peor sequía a causa del cambio climático y a la nefasta acción del hombre, pero esta situación, magnificada y voceada por los medios de comunicación hasta la saciedad, no es una novedad sino una realidad conocida desde hace décadas en la que políticos y técnicos, responsables de gestionar el Parque Nacional, permitieron por acción y omisión, un deterioro que ahora usan como ariete contra quienes intentan paliar la situación y conjugar la protección del espacio natural con la supervivencia de los pueblos que lo circundan. Gobiernos y organizaciones que se autoproclaman como únicos abanderados del ecologismo y la sostenibilidad, vuelven a poner, por encima de cualquier otra consideración, los intereses políticos sobre la realidad de los habitantes de un territorio y la supervivencia de los ecosistemas.
Leer y oír el último eslogan, “Doñana no se toca”, lanzado por el presidente del gobierno de España y repetido por casi la totalidad de los creadores de opinión es, como mínimo, ofensivo para quienes conocen la realidad de la gestión realizada en este espacio desde mucho antes de que los actuales gobernantes de Andalucía soñasen en sentarse en los despachos de San Telmo y gestionar el destino de la comunidad autónoma. La consigna debería cambiar por “Doñana hay que tocarla para salvarla”, ya que cuidar y proteger el territorio tiene que redundar en el beneficio del espacio natural y de sus gentes. Está comprobado que un territorio se mantiene cuando existe una implicación total entre la naturaleza y quienes la habitan. Es imprescindible conceder un beneficio derivado de la explotación sostenible de los recursos para que sus habitantes se conviertan en sus principales garantes. Un cerco alrededor del bien a proteger solo conduce a su rechazo y abandono.
El humedal de Doñana se alimenta, en su mayor parte, de las lluvias que llenan el acuífero y el aporte de ríos y arroyos que llegan desde la zona norte, cuyos caudales dependen también de los niveles de pluviosidad registrados en espacios próximos al parque. Las lagunas y marismas dependen del acuífero superficial, que solo se llena por el agua de lluvia y, en algunos casos, como la laguna del Acebuche y el Palacio de Doñana, mediante aportes artificiales realizados desde hace tres décadas. Tanto las aguas superficiales, fundamentales para el mantenimiento de los ecosistemas principales del parque, marismas, lucios, cotos, vera y dunas, como las subterráneas, que llenan charcas y lagunas naturales, han tenido siempre pequeños caudales, que se veían reducidos considerablemente en los años secos. Durante las últimas décadas, esta dinámica hidrológica no parece haberse tenido en cuenta, ya que se hacía la vista gorda ante la proliferación de captaciones de agua mediante pozos, que de forma alegal, ya que no había una prohibición expresa ni permiso para abrirlos, llenaron de perforaciones la superficie del entorno de Doñana y algunas zonas del interior del parque nacional, sin que los responsables políticos, que ahora claman en defensa del territorio natural, frenasen la sangría.
Los gestores tienen nombre y apellidos y todos ellos respondieron durante 38 años a los requerimientos del poder político (PSOE de 1978 a enero 2019), una gestión que, realizaba, ‘de facto’, la Junta de Andalucía aunque era responsabilidad del gobierno central hasta el año 2004, cuando el Constitucional concedió la gestión de los parques nacionales a las autonomías aunque la titularidad es del Estado. Antes y después de esa resolución, la Junta de Andalucía hizo la vista gorda ante la desecación paulatina de Doñana y solo se investigaron y clausuraron una cifra mínima de captaciones de agua e instalaciones agrícolas ilegales.
Los nuevos gestores han encontrado un espacio con serias brechas en su protección, cuidados y mantenimiento, a pesar de lo que declaran las organizaciones sociales y científicas, que tienen en el parque nacional un coto reservado a sus intereses, en el que no quieren que se produzcan injerencias externas, menos aún de los nuevos gobernantes que, evidentemente, no forman parte de las mismas filas ideológicas y, por tanto, no son dignos de portar ni un pin verde en la solapa.
Pero en esta situación y juego político ha entrado un nuevo participante. Se llama cambio climático global y es quien, de forma tozuda, impide ocultar la realidad. La sequía por causas naturales y por la acción del hombre es palpable y va ‘in crescendo’, la bajada del nivel del agua ya no puede ocultarse, como tampoco la proliferación de pozos y explotaciones agrícolas, que se han instalado desde hace dos décadas.
Es cierto que no todo fue ocultación. En 2014, cuando se ya se veían las orejas al lobo, la Junta de Andalucía puso en marcha el Plan de Ordenación de Regadíos, el llamado Plan de la Fresa, que afectaba a las zonas ubicadas al norte de la corona forestal de Doñana, que afectó a 9.300 hectáreas, pero quedaron fuera alrededor de 1.400 más a las que se sumaron, con el tiempo, otras muchas explotaciones sin que se hiciese nada por eliminarlas o legalizarlas, lo que ha llevado al acuífero 27 de Doñana, que alimenta los humedales, a cotas desconocidas desde que hay registros. Las voces de alarma de algunos científicos, naturalistas y organizaciones agrícolas, no obtuvieron el eco necesario, aunque un recurso presentado ante el Tribunal de Justicia Europeo dictó una resolución en 2021, ya con los nuevos gestores en Andalucía, por el que condenaba a España a restaurar la legalidad en Doñana y recuperar el acuífero.
La solución llegaba en forma de plan de regadíos aprobado ahora por el Parlamento de Andalucía, la espoleta de la polémica. Los nuevos gestores legalizan las explotaciones agrícolas ubicadas en 700 de las 1.400 hectáreas que quedaron fuera del Plan de la Fresa y dictan las normas de control para los usos del entorno del parque nacional. Pero esa acción necesita agua. La Junta espera poder llevar el agua necesaria en cotas superficiales a base de pequeños trasvases desde las cuencas próximas, el río Tinto, y si no es posible, el Odiel y el Piedras, que ya estaban aprobados por la Junta y las Cortes en 2018, unos meses antes de la llegada de los nuevos gestores a la presidencia de la Junta y que, en ese momento, no suscitó crítica alguna.
La respuesta es positiva por parte de las organizaciones agrarias, sindicatos (incluidos UGT y CCOO) y casi la totalidad de los municipios de diferentes signos políticos que rodean el parque, excepto Almonte. La totalidad de los grupos políticos de izquierda condenan, sin paliativos, el plan de recuperación y afirman que es la muerte de Doñana. Se niegan a un trasvase que aprobaron durante el anterior mandato y argumentan que afectaría negativamente a los espacios protegidos de Marismas del Odiel y el Tinto. Vuelven a anteponer los intereses políticos sobre la realidad que los ingenieros de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir han expuesto y refrendado en los planes de recuperación.
En los últimos años se han cerrado 1.400 pozos ilegales y la Confederación, que depende del Gobierno central, ha regularizado hasta 2.400 hectáreas para explotaciones agrícolas, actuaciones realizadas antes de la norma que ahora provoca el slogan ‘Doñana no se toca’.
A juicio de científicos e hidrogeólogos ajenos a la gestión del parque, la única solución posible pasa por llevar agua hasta el acuífero superficial, impedir la creación de nuevos regadíos no controlados, e incluso, llevar el agua de forma artificial para llenar parte del humedal, clave para la supervivencia de un territorio único en Europa.
Una vez más el ruido mediático intenta ocultar la realidad de los habitantes de un espacio natural que han vivido siempre de los beneficios aportados por unos ecosistemas que, en este caso, son especialmente frágiles. Buscar la sostenibilidad, el equilibrio entre todos los intereses, es la única posibilidad para paliar el problema. No hay que gritar, “Doñana no se toca”, sino enarbolar la bandera de “Salvemos Doñana, sus ecosistemas y sus gentes”.
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