¿Por qué no actuamos –de verdad, en serio– para poner freno al calentamiento global? En su ensayo ‘Darse cuenta’, Belén Gopegui plantea una posible respuesta a esta cuestión al argumentar que son necesarias tres etapas para reaccionar: primero es necesario saber que se está haciendo algo mal; después darse cuenta de que no se quiere seguir haciendo; y finalmente está el paso adicional, el más difícil de dar y que plasma citando a Bernard Shaw: «Nadie acepta nunca verdades incómodas hasta que la posibilidad de una escapatoria le ilumina». Es decir, que, además de saber y darse cuenta, es necesario encontrar una alternativa hacia la que virar. Sin embargo, en este contexto no parece el caso: conocemos la escapatoria –minimizar las emisiones de gases invernadero– y cómo llevarla a cabo. Y aun así, seguimos sin reaccionar.
¿Por qué no nos decidimos a actuar y a tomar las medidas necesarias ante los cada vez más evidentes y recurrentes efectos del cambio climático?
Otra posible respuesta, menos condescendiente con nosotros mismos pero seguramente más apegada a la realidad, es la que ofrece un reciente estudio efectuado por expertos en comunicación de la Universidad de Boston según el cual, pese a que cada día somos testigos a través de los medios de comunicación de huracanes, pavorosos incendios, desastres naturales, migrantes obligados a abandonar su hogar por culpa de riadas o lluvias torrenciales, muertos a consecuencia de intensas olas de calor y todo tipo de trágicas manifestaciones del cambio climático, no tomamos medidas porque no sufrimos las consecuencias de forma directa, en primera persona.
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