Centenares de personas, muchos de ellos estudiantes veinteañeros, se habían congregado en la Gran Anfiteatro de la Sorbona, escenario desde hace siglos de lecciones magistrales de sabios de todas las disciplinas. Las estatuas de Descartes y Richelieu que flanquean la sala observaban el panorama con severidad. Sobre el escenario, el filósofo Bruno Latour hablaba del suelo inestable en el que se mueven los humanos contemporáneos y de un mundo de conflictos múltiples. De la guerra en Ucrania y de las “guerras climáticas”. De la tragedia griega. De Europa.
“Debemos dirigirnos los unos hacia los otros, sin rey ni zar al que suplicar”, dijo. “No hay autoridad a la que dirigirse. Estamos a la espera”. Era el 23 de mayo pasado, durante un coloquio organizado por la revista Le Grand Continent, y fue uno de los últimos discursos de Latour, que este fin de semana murió en París a los 75 años después de una larga enfermedad, según fuentes familiares a Le Monde.
Latour era la prueba viviente de que, pese a que los tiempos de Foucault, Bourdieu y Derrida empiezan a quedar lejos, y los de Sartre y Camus todavía más, el intelectual en Francia sigue disfrutando de influencia y respeto, y aún puede agitar el debate público sin caer en demagogias ni participar en tertulias televisivas. The New York Times lo llamó hace un tiempo “el filósofo francés más famoso y también el peor entendido”. El autor de ¿Dónde aterrizar? (Taurus, en español) y de una obra amplia sobre disciplinas que van de la ciencia y la técnica a la ecología, no era un filósofo aislado en la torre de marfil. Al contrario.
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