Félix Gracia
Una radiografía del inconsciente colectivo de la Humanidad, que nos advierte acerca del presente y futuro de la vida en la TIERRA.
La violencia siempre es un mal, sea cual sea el escenario y quien la practique o sufra; un daño, físico, psicológico, moral… Y una semilla de nueva violencia y de más sufrimiento y desorden.
Así es la violencia en general. Pero hoy quiero centrarme en una específica: la ejercida de múltiples maneras contra la mujer durante milenios desde el poder (terrenal y espiritual) institucionalizado en torno al varón. Y lo hago, porque este tipo de violencia atenta a lo más sagrado y fundamental de la existencia y de la vida humana…, a las cuales pone en riesgo (y no exagero un ápice).
Estamos ante una emergencia real, y no me refiero a la climática, sino a la psicológica, que afecta a nuestro comportamiento y delata nuestro nivel de conciencia generador de conflictos. Es hora, pues, de despertar del sueño de la inconsciencia y de actuar. Y, a ese propósito, ofrezco mi reflexión y mi sentir.
Hace mucho tiempo, tanto, que requiere ser medido en decenas de miles de años y, aun así, incurriendo en una imprecisión tan grande que es preferible referirse a ello utilizando aquella infantil manera conque los cuentos daban comienzo a la narración: “Érase una vez…”
Así pues, érase una vez que la Humanidad se sentía unida a la Naturaleza, del mismo modo en que un niño pequeño está unido a la madre que le cuida, sostiene, alimenta y protege, y sin la cual él no podría existir. Aquellos seres comprendieron que la Naturaleza era el sostén de la vida, que de ella nacían los recursos y que esa misma función también la realizaba la mujer; que de su vientre salían los niños como un hecho asombroso, como un misterio o un milagro tan grande o aún mayor que el de las cosechas nacidas de la tierra…y creyeron que todo nacía de un vientre milagroso y providente; y que todo vivía gracias a él; y que el origen y sostén de la vida era una Mujer-Madre; y que esa Mujer-Madre se manifestaba en todas las mujeres terrenales. Y que éstas y aquélla, eran Sagradas. Inviolables. Reinas. Santas. Diosas.
Cuentan las crónicas, que durante mucho, mucho tiempo, los seres humanos creyeron que cualquier daño infligido a una mujer, era infligido a la Madre sobre la cual se sostenía la vida toda; que el daño no era a una persona, sino a todas las vidas dependientes de Ella, a la Vida. Y que todos los daños podían ser reparados, excepto este.
En el Alma humana quedó registrado que el daño máximo, llamado matricidio, es la mayor aberración posible, el mayor atentado a la sacralidad de la existencia que, por afectar al fundamento de la misma, hace temblar al edificio completo. Era el “pecado imperdonable”. El único con ese rango.
Mucho tiempo después… ¿Qué suerte espera a esta Humanidad actual, desacralizada? Un espeso velo tejido de olvido, indiferencia, egoísmo y desorientación cubre nuestra consciencia y adormece el alma, consumándose de este modo la realidad presente, necesitada de justicia y reparación, que es la única absolución del citado pecado.
Así son lo hechos. Y, ante esta situación, es responsabilidad de todos intervenir para restaurar el orden y la justicia en la vida humana entre mujer y varón y de todos en relación al Planeta que habitamos. Soy consciente de la enorme complejidad del asunto y de que mi escrito presente, apenas apunta a una parte del mismo que exige un análisis completo de las causas antes de proponer soluciones, necesariamente complejas igualmente. Pero hay pasos, básicos y a la vez fundamentales que deberíamos afrontar; medidas convenientes, susceptibles de convertirse en los cimientos de un devenir social próspero y sano. Comencemos por ahí.
La primera medida consiste en que los varones aprendamos que hay otras maneras de ser varón, y que la mujer, en cualquier rol que se manifieste, siempre es una “Epifanía” de la Mujer-Madre de la que todos los seres vivos somos “hijos” (empezando por el propio varón) y, como tal, es “fuente de vida”, protectora, inviolable y sagrada, que merece ser reconocida y ensalzada, y jamás ofendida. Por tanto, tarea pendiente que exige un “examen de conciencia” y una reparación inaplazable. Acción ésta, que va más allá del actual feminismo de moda apoyado en la absurda reclamación de un mismo estatus social que el varón. Reclamación absurda, repito, pues la Evolución ya lo tiene establecido desde aquel remoto pasado en que tuvo lugar el dimorfismo sexual o diferenciación de sexos que incluye la también diferenciación del cerebro como de varón y de mujer con funciones especializadas. No existe pues un cerebro unisex, sino dos diferenciados. Un gran hito evolutivo que implica la configuración de dos diseños humanos, uno varón y otro mujer dotados cada uno de ellos de cualidades específicas para el desempeño de funciones igualmente diferenciadas y complementarias entre sí, que aseguren el cumplimiento de las leyes de la Evolución a partir de las dos premisas básicas de la misma, a saber: supervivencia y crecimiento en complejidad, en cuya gestión, la mujer ocupa el primer puesto y la responsabilidad mayor. Así pues, no se trata de pedir igualdad de estatus respecto al varón cuando se es la primera en el escalafón evolutivo. Sino de afirmarlo, de feminizar la sociedad; es decir, de incorporar a nuestras vidas los valores propios o inherentes al arquetipo femenino, profundamente compasivo; es decir, sensible a los otros, una actitud y disposición de ánimo que engloba un conjunto de cualidades entre las que destacan la comprensión, la tolerancia, la atención y el cuidado de los demás y fundamentalmente de los más débiles y, en general su natural disposición generadora de entendimiento y concordia.
Y la segunda, dirigida a la mujer: que toda mujer de la Tierra, con independencia de cual sea su circunstancia presente y su actividad social, su aspecto, su cultura, la opinión general y su propia opinión de sí misma; factores todos ellos presentes en la vida cotidiana de la persona, a menudo cargados de animosidad y por ello no siempre coincidentes o ajustados a la naturaleza y función asignadas por la Evolución, se reafirme en lo que es, y asuma consciente y fielmente, que en ella habita esa realidad esencial y que, por tanto, es portadora de tan elevada dignidad. En definitiva, que ella es y quiere ser la manifestación humana de la Mujer-Madre, origen y sostén de la vida, de la “Mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza…” citada en el Apocalipsis como un símbolo de realeza y dignidad.
Está claro que tanto los varones como las mujeres tenemos mucho que aprender y cambiar en relación a nuestros códigos de valores actuales en aras al porvenir, y lo mucho que hay en juego.
Sé que hay mucho por hacer, en efecto. Pero, en esta ocasión, y porque el momento evolutivo así lo requiere, quizá también haya suficientes y motivados obreros para emprender la tarea. Activismo sano y humanista, al que me apunto.
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